EL MAPA DE LOS ANHELOS
Autor
Alice Kellen
Editorial
EDITORIAL PLANETA
Es una novela romántica. Cuenta la historia de dos personas que se encuentran en un momento crucial de sus vidas y juntos emprenden un viaje en busca de sus sueños y anhelos. La trama explora temas como el amor, la superación personal y la importancia de perseguir aquello que realmente nos hace felices. Es una historia emotiva con personajes entrañables que te atraparán desde el principio.
OBJETIVOS
En el área de filosofía, un objetivo que se puede perseguir al elaborar un blog es fomentar la reflexión y el debate sobre temas relevantes. Esto implica crear contenido que invite a los lectores a cuestionar sus propias creencias y a explorar distintas corrientes de pensamiento.
En el area de informática, sería compartir conocimientos prácticos sobre herramientas digitales, tendencias tecnológicas. El blog podría servir como plataforma para enseñar a los lectores cómo utilizar eficazmente la tecnología en su día a día o para difundir novedades en el ámbito informático.
BIOGRAFIA
Alice Kellen (Valencia, 1989) es una escritora española de literatura romántica juvenil y adulta. Comenzó su carrera como escritora en 2013 con Llévame a cualquier lugar y ha seguido publicando hasta la actualidad, contando ya con quince libros en el mercado.
No se sabe mucho de la vida personal de la autora, ni siquiera su nombre real, ya que prefiere mantener separada su vida privada de su vida profesional como escritora; este seudónimo lo eligió por Alicia del pais de las maravillas y Marian Keyes
Quiso estudiar Historia del Arte, pero al no obtener suficiente nota en la prueba de selectividad, empezó a estudiar Fiologia Espoñola, carrera que la decepcionó y abandonó en poco tiempo. Tras abandonar los estudios universitarios, empezó una empresa de marketing con su marido, y no fue hasta la publicación de su primer libro, que empezó a dedicarse de forma exclusiva a la escritura
Su primera novela se titula Llévame a cualquier lugar, una comedia romántica que publicó en Amazon en 2013 y consiguió posicionarse como uno de los libros más vendidos, hecho que llamó la atención de varias editoriales, entre ellas NEO, que publicó la novela bajo su sello al año siguiente. Aunque ya estaba en contacto con la editorial New Adult, Alice siguió auto publicándose, y algunas de sus novelas vieron la luz bajo otros sellos editoriales, como Titania, hasta que finalmente se estableció bajo el sello editorial Planeta. Su obra ha sido traducida a una decena de idiomas.
PERSONAJES
Grace Peterson: La protagonista de la novela, Grace, es una joven que reside en Nebraska. Nunca ha salido de su estado natal y se siente como una persona invisible, a excepción de su relación con su hermana. Grace es descrita como alguien que colecciona palabras y vive una vida alejada de quienes la rodean. Su viaje a través del mapa creado por su hermana Lucy es un camino de autodescubrimiento y superación, en el que descubre su potencial y su propia magia interior.
Lucy: Aunque Lucy ha fallecido antes del inicio de la historia, su presencia se siente profundamente en toda la novela. Descrita como una persona llena de luz y amor, Lucy es el catalizador del viaje de Grace. A través del mapa que dejó para su hermana, Lucy continúa influyendo en la vida de Grace, guiándola en un viaje de transformación y crecimiento.
Will Tucker: Will emerge en la historia como un pilar de amor y apoyo para Grace. Su relación con Grace va más allá del romance convencional, ofreciendo un espacio para el crecimiento mutuo y la superación de demonios personales. A través de su vínculo, ambos personajes aprenden a amarse a sí mismos y a esperar un futuro mejor.
El Abuelo: Representado como el arquetipo del sabio, el abuelo de Grace es un personaje fundamental. Es él quien entrega a Grace el mapa, proporcionándole la llave para embarcarse en su viaje de autodescubrimiento. A través de sus pocas palabras, pero grandes actos de amor, el abuelo se convierte en un personaje entrañable y significativo.
Capitulos
1. Me Llamo Grace
La mayoría de la gente que conozco se pregunta a menudo por qué ha llegado a este mundo, cuál es su cometido o si su vida tiene una razón de ser.
Así que, de pequeña, cada vez que en el colegio me pedían que me presentase poniéndome en pie o que escribiese una redacción sobre mi familia, siempre empezaba diciendo: «Me llamo Grace Peterson y nací para salvar a mi hermana».
Mientras crecí, nunca pensé mucho en ello, pero creo que supuso una unión profunda entre nosotras, incluso a pesar de que no podríamos haber sido más distintas.
Mi hermana era dulce y todo el mundo decía que su sonrisa era genuina y contagiosa; los médicos la adoraban, mamá se dirigía a ella llamándola «mi sol» y, cuando su estado de salud le permitía asistir a clase, todas sus compañeras se desvivían por ella.
«Brillas, Lucy —le aseguraba papá—, eres como una estrella centelleante».
¿Y quién no quiere que la comparen con las estrellas, la Luna, astros, constelaciones o galaxias fascinantes e infinitas?
Yo, que siempre he sido más como un agujero negro: nadie me entiende demasiado bien, por mucho que en teoría tenga sentido, y sigo siendo un misterio incluso para mí misma, con mi campo gravitatorio impidiendo que ninguna partícula escape.
Así que, lejos de la luminosidad de Lucy, tengo que esforzarme constantemente por sonreír.
«Es como si tuviese los labios de cartón duro», le confesé una vez a mi abuelo.
Y él, tras arroparme en la cama, contestó: «¿Sabes que el cartón se ablanda cuando le echas un poco de agua?
Pero tengo mis razones: el mundo es un lugar hostil.
Se lo dije a Lucy una noche de insomnio en pleno invierno, cuando los copos de nieve revoloteaban tras el cristal y ella se levantó de madrugada para ir a por un vaso de agua.
Nuestras habitaciones estaban la una enfrente de la otra, así que el contraste resultaba evidente: su colcha era rosa, la mía morada; ella aún conservaba peluches de la infancia y yo los había relegado todos al desván; ella tenía láminas de tonos pasteles enmarcadas en las paredes y las mías estaban llenas de postales fotográficas de Vivian Maier o papelitos con palabras sueltas que me obsesionaban.
He pensado a menudo en ella como si fuese un juego, pero es un asco porque no hay manual de instrucciones ni táctica que valga y tan solo consiste en lanzar un dado y ver qué números salen.
No había nada que a Lucy le gustase más que los juegos de mesa.
Separar a Lucy de su enfermedad era como coger varios pegotes de pintura al óleo, mezclarlos y luego intentar restaurar los colores.
O lo que es lo mismo: una complicación grave tras el trasplante alógeno que se resumía en la lucha incansable de mis células contra el sistema inmunitario de Lucy.

2. El Juego De Lucy
Dos hechos importantes del día de hoy: han pasado cuatro meses desde que Lucy dejó este mundo y el abuelo cumple setenta y ocho años.
Resulta casi una ironía, como si ambos estuviesen en dos lados de una balanza y el azar se hubiese encargado de jugar con ellos para pasar un rato divertido.
El abuelo ha vivido cincuenta y cuatro primaveras más que su nieta mayor, aunque sé que de buena gana le habría regalado todos esos años si esto fuese una distopía y pudiésemos mercadear con el tiempo; claro que, entonces, quizá Lucy nunca hubiese existido.
—Vuelve a la tierra, Grace.
«En el azar y la muerte», pero sé que Tayler no quiere escuchar algo así.
No tengo ni idea de por qué sigo quedando con él ni tampoco podría explicar de manera coherente la razón por la que empezamos a acostarnos.
«Para mitigar este sentimiento de soledad que nunca me abandona».
«Porque la línea que separa el sexo del amor es fina y siempre albergo la esperanza de conseguir saltar de un lado al otro».
Pero qué más da.
«Nefelibata: dicho de una persona, soñadora, que vive en la inopia».
Me encantaría ser justo así y saltar entre las nubes algodonosas ajena a todo.
Nunca he mantenido una conversación interesante con él y dudo que en el fondo sepa algo de mí más allá del tamaño de mis tetas, pero nos une algo esencial: tanto su vida como la mía están estancadas.
Es una ciudad pequeña, pero no tanto como para no sentirse entre un mar de desconocidos.
Excepto en la zona residencial donde vivimos, claro, ahí todo el mundo sabe que somos la familia de la chica muerta. Debido a la enfermedad de Lucy, nos desplazábamos asiduamente a Omaha hasta que la derivaron a otro especialista en el hospital de Lincoln, que estaba más cerca.
De esa manera, cuando la ingresaban y quería verla, podía coger el autobús de la línea nueve y escuchar música durante la hora y cuarto de trayecto, ya que conducir siempre me ha dado pánico.
— me preguntó Lucy una tarde lluviosa de primavera—.
—No creo que sea para tanto.
Cogí la caja del juego que tenía en la mesilla de noche, lo abrí y repartí las fichas.
La tarde avanzó entre tiradas de dados hasta que se quedó dormida y una de las enfermeras entró para ponerle otra dosis de medicación.
3. Will Tucker
Esta es la situación: estoy sentada delante de una caja que, en teoría, esconde «El mapa de los anhelos» y no puedo abrirla.
Lo mismo ocurre con el sobre morado que sostengo en la mano y que no dejo de mirar desde todos los ángulos, deseando tener el superpoder de ver a través de la materia para poder leer la carta que hay en su interior.
Resulta inquietante, sobre todo teniendo en cuenta lo mucho que me he esforzado durante estos meses para no pensar en ella, para no recordarla, para no llorar cada día.
—Ah, así que tú podías tener secretos, pero Lucy, no.
Sé lo que ha insinuado antes de salir del salón, pero, claro, él no entiende que en ocasiones me parecía una crueldad contarle a Lucy que esa misma noche me iba a una fiesta o que había quedado con algún chico, así que tenía mis secretos, sí.
Lo hacía por ella.
Por ella y por mí, porque odiaba la culpa que sentía cuando me marchaba y ella tenía que quedarse en el hospital con todas sus células, las suyas y las mías, librando una batalla agotadora junto al ejército de corticoides que le provocaban ese color de piel oliváceo, la hinchazón en el rostro o el picor en la piel y la descamación.
Pero pensaba que lo sabía todo sobre Lucy.
Porque en las manos aún sostengo el sobre con el nombre de ese desconocido.
Lo susurro en voz alta con la esperanza de que acuda algún recuerdo a mi mente, pero no, estoy segura de que jamás lo he oído antes.
Tengo tantas ganas de abrirlo que apenas puedo contenerme y agradezco que el abuelo aparezca con dos tazas de café porque, de lo contrario, creo que habría incumplido las normas de Lucy incluso antes de empezar a jugar.
—Grace, solo tienes que seguir las reglas.
—Sabes que eso no se me da bien.
—Unos meses antes… «Unos meses antes de su muerte» sería la frase completa, pero no necesito que lo diga para entenderlo.
Me cuesta imaginarlos planeando todo esto a mis espaldas, sobre todo tratándose de él, aunque entiendo que mi hermana lo eligiese y también que el abuelo accediese, claro.
Decido que, antes de poner rumbo a la misteriosa dirección, debo ir a casa para ver cómo está mamá y darme una ducha, así que me despido del abuelo con un beso en la mejilla y le prometo que lo mantendré al tanto de todo y que cenaré con él la noche antes de su viaje.
Algo peculiar que me llamaba la atención de pequeña era el olor característico de cada hogar.
Va más allá de la colonia o el suavizante que use esa familia y yo, antes de cruzar el umbral de cada puerta, era capaz de distinguir perfectamente el aroma de la casa de Olivia, la que fue mi mejor amiga, de los vecinos o del abuelo.
Por eso resulta tan curioso que la mía no me huela a nada.
La cama lleva dos días sin hacerse, el escritorio que ya no uso para estudiar está lleno de trastos inútiles y en la pared destaca una fotografía en blanco y negro de un brazo con la piel erizada y los pelos de punta, justo al lado de un artículo sobre los tornados y las tormentas eléctricas que recorté de una revista, una postal de El beso de Gustav Klimt y algunos papelitos con palabras sueltas.
Al lado de «¿POR QUÉ?» distingo la nota en la que pone «Nefelibata».

4.Trapisonda
Tumbada en la cama, contemplo la palabra que escribí ayer en un papelito.
No recuerdo exactamente dónde la encontré, pero me gustó uno de sus dos significados: «Agitación del mar a causa de pequeñas olas que se cruzan en diversos sentidos».
Hay una voz en mi cabeza que en ocasiones me grita cosas sin sentido.
«¿Y qué más da?, ¿qué sentido tiene levantarse y buscar un trabajo y reír y bailar y soñar si todos, en algún momento, vamos a morir?».
En realidad, no siento que ninguna de esas dos voces sea mía.
Siempre he tenido la incómoda sensación de que, si la dejase salir, si de verdad dijese en voz alta las cosas que pienso a diario, no solo confirmaría las sospechas de la gente sobre mis rarezas, sino que, además, seguirían sin entenderme.
¿Y existe una soledad más grande que la de sentirse profundamente incomprendida?
Me giro y cojo un papel para garabatear «¿Qué estará haciendo él?» y luego lo clavo con una chincheta en la pared.
La contención, como es evidente, es una cualidad que poseo a medias.
Y tampoco es que me quite el sueño, la verdad.
Es decir: refrenar los sentimientos, impulsos o pasiones es inútil a largo plazo, aunque inteligente en ciertos momentos para, lo dicho, no parecer de otro planeta.
Igual que tampoco sé si lograré cumplir las reglas, porque hasta la fecha he fracasado en todo aquello que me he propuesto.
Pero, a lo largo de la semana, no solo he pensado en Lucy, Will y el juego, también he seguido buscando trabajo.
De uno me despidieron por llegar a las siete de la mañana sin haberme acostado antes y oliendo a alcohol y cigarrillos.
A la granja dejé de ir porque no soportaba ver a los pollos hacinados, y del último me gusta pensar que fue una especie de acuerdo: mi jefe y yo no nos caíamos bien.
Así que, en cierto momento, me obligo a dejar de mirar la pared y de pensar en metáforas que incluyan la palabra «trapisonda».
5. Ser Invisible
Encuentro a Will dos calles más abajo.
Lo veo a través del cristal de una cafetería con una decoración tan anodina que recuerda a otras docenas de establecimientos.
Él está delante de una taza vacía y lee plácidamente un libro viejo y amarillento.
Solo cuando me tiene delante, apenas a medio metro, alza la vista y me mira para, a continuación, echarle un vistazo rápido a ese reloj que lleva en la muñeca y que, claramente, no usa como debería.
Es evidente que la puntualidad no es lo suyo, ya lo dejó caer el chico de los tatuajes con el que trabaja cuando apareció tarde.
Pongo los ojos en blanco y me acomodo en el banco desgastado que hay frente a él.
Will alza una ceja, como si no estuviese de acuerdo con la situación, pero le dirijo una mirada de advertencia que parece silenciarlo.
Una camarera se acerca para tomar nota y pido un trozo de pastel de zanahoria y un café descafeinado.
—¿Sabías que era un grupo de terapia o algo así?
Creo que dice la verdad, pero como sigue siendo un total desconocido a pesar de esto que nos une, no sé si puedo fiarme del todo de su palabra.
Dime algo que puedas contarme, al menos.
Imagina lo raro que está siendo todo esto.
Hay algo en Will que me ha llamado la atención desde la noche que lo conocí y ahora advierto al fin de qué se trata: se mueve por el mundo como lo hacen las personas que han vivido con una red de seguridad a sus pies, esas que han tenido toda su vida servicio doméstico y cierta libertad que termina traduciéndose en miradas ligeramente condescendientes.
¿Qué hay que hacer para trabajar en un pub a media jornada y conseguir un sueldo que me permita tener tu coche?
Sé que he dado en el blanco cuando me taladra con la mirada.
Te recuerdo que te estoy haciendo un favor y solo lo hago porque tu hermana me cae… —se muerde la lengua—, me caía bien.
—¿Os conocisteis en el hospital porque tenías algún familiar enfermo que estaba en la misma planta que ella?
Entonces, para mi sorpresa, veo a Will sonreír por primera vez.
Es un gesto casi imperceptible, la comisura derecha de su boca se alza despacio y luego recupera el rictus habitual, como si nunca hubiese ocurrido.
El cómo no es tan importante, quizá deberías empezar a plantearte el porqué —gruñe; luego, se acerca a la barra para pagar y da la conversación por finalizada.
No hablamos durante el camino de regreso hasta que frena delante de mi casa.
Alza la vista hacia nosotros y frunce el ceño antes de dar una última calada.
Se muestra igual de inexpresivo que de costumbre mientras salgo del vehículo y cierro la puerta.
La vida es mucho más sencilla cuando eres invisible.
¿Y si soy una intrusa de mi propia vida?
6. No hay brújula que valga
El sábado por la noche es la despedida del abuelo.
En apenas unas horas, a la mañana siguiente, cogerá un avión que lo llevará directo a Florida y, por primera vez en su vida, no tendrá responsabilidades.
Quizá sea cierto eso de que todos tenemos secretos.
—interviene mi madre mientras saca los cubiertos del cajón—.
Nos acomodamos alrededor de la mesa de la cocina, que es más pequeña que la del salón y perfecta para nosotros tres.
Para este adiós, aunque sea un viaje temporal, el abuelo ha preparado lo más típico de Nebraska, así que comemos sándwiches Reuben con salsa rusa y pepinillos en vinagre mientras bebemos gaseosa.
Después, el abuelo empieza a hablar sobre algo de actualidad que ha salido en las noticias y yo me distraigo cuando me suena el teléfono móvil.
Apenas faltan unas horas.
Mi madre me pregunta si quiero repetir, pero niego con la cabeza.
Me levanto para dejar el plato en el fregadero y cuando vuelvo a la mesa veo que tengo otro mensaje.
Grace: No sabía que tuvieses sentido del humor.
Porque imagino que esto es una broma, ¿no?
—Sí, sí, perfectamente.
Grace: Pues lo siento, pero no tengo patines.
Seguro que podremos hacer cualquier otra cosa.
Will: Tu hermana escribió una nota en la que comentaba que dirías justo eso.
Te transcribo sus palabras: «Los patines están en el baúl verde que hay al fondo del desván».
Me gustaría contestarle que es idiota, pero hago el esfuerzo de recordar que tan solo es el mensajero.
Si supiera lo que me está pidiendo… Si me conociera tan solo un poco… —¿Grace?
—Sí, gracias.
Tengo la extraña sensación de que el resto de la velada transcurre como a trompicones: el abuelo gruñe por lo bajo en un par de ocasiones ante la desmesurada preocupación que muestra su hija y yo intento prestar atención a la conversación, pero lo hago a medias porque tengo la cabeza en otra parte.
Finalmente, cuando nos levantamos para irnos, mamá va a coger su abrigo y me quedo a solas con el abuelo.
—Sus brazos me envuelven como hacía cuando era pequeña y me caía o volvía llorando del colegio—.
Y sigue las instrucciones: era importante para tu hermana.
—Si supieras… —Miro por encima del hombro hacia las escaleras que conducen a la segunda planta para comprobar que mamá no nos escuche—.
Tuve que ir a uno de esos grupos de autoayuda que parecen sacados de los ochenta.
¿Quién crees que llevó a Lucy cuando se empeñó en ir a ese sitio?
Pero, si me permites un consejo, deberías dejar de mirar tanto hacia atrás en busca de respuestas y centrarte en lo que sí puedes hacer.
Y hablando de eso, tengo algo para ti.
Se saca del bolsillo un círculo pequeño de madera que, visto de cerca cuando lo tengo en la mano, resulta ser una brújula tallada con todos los detalles.
—Simboliza precisamente eso, Grace.
—Que no hay brújula que valga para la vida y ha llegado la hora de que empieces a guiarte siguiendo tu instinto.
El problema es que no te escuchas.
Abro la boca con una réplica preparada, pero entonces los escalones crujen ante el regreso de mamá.
Nos despedimos del abuelo.
Intento no pensar en lo mucho que voy a echarlo de menos porque, tras la fachada de indiferencia, noto que me escuecen los ojos.
Volvemos en coche, aunque tan solo unas manzanas separan ambas casas.
Cuando mamá aparca delante de la nuestra, permanecemos en silencio sin salir del vehículo.
—¿Estás bien?
—Sí, es solo… Olvídalo.
—Sí.
E
Vuelvo a palpar el relieve con los dedos e imagino al abuelo haciéndola solo para mí en el pequeño taller que aún conserva en el garaje de su casa.
Aquí están todos mis peluches y los juguetes que usábamos de niñas, bolsas llenas de ropa y regalos, como vajillas o pequeños electrodomésticos, que apenas llegamos a usar.
7. ¿Qué quieres ser de mayor?
Will aparece a la hora acordada y ni siquiera apaga el motor del coche antes de bajar la ventanilla y pedirme que suba.
Dejo los patines en el asiento trasero, junto a los demás trastos, mientras él acelera como si tuviese prisa por llegar a nuestro destino.
Porque tienes un montón de cachivaches y está claro que lo de «cinco plazas» en este caso resulta casi sarcástico… —Métete en tus asuntos, Grace.
Y un poco como todo en la vida: impacta más por lo que no dice que por lo que dice.
Supongo que, como en uno de los cuentos del libro que tengo en la mano, me hubiese gustado tener con él una conversación extravagante que paliase por un momento la curiosidad y la soledad.
Pero quizá sea mejor seguir su ejemplo y mantener las distancias.
Así que, a pesar de distinguir otros nombres interesantes desperdigados aquí y allá, como Fitzgerald o Joan Didion, no digo nada más.
La pista de patinaje está en el pueblo de al lado, enfrente del único centro comercial de la zona.
Lo sé bien porque, cada vez que había entrenamiento, mis padres tenían que llevarme hasta allí, y aquello se convirtió en un problema cuando dejó de ser un pasatiempo y comencé a competir a nivel estatal.
Pero hablar de eso sería como leer las últimas páginas de una novela negra, así que antes debería rebobinar e ir al principio.
La primera vez que me deslicé sobre el hielo fue casi de manera accidental.
Lucy cumplía diez años y estaba pasando una buena época, así que nuestra madre decidió darle una sorpresa e invitó a sus tres mejores amigas del colegio a merendar y a pasar la tarde en la pista de patinaje.
Lo que ocurrió fue lo siguiente: Ellas se lo pasaron en grande.
Lo segundo tuvo que ver con la libertad, incluso a pesar de que a los siete años no podía comprender en toda su plenitud el significado abstracto de esa palabra.
Sin embargo, aquella tarde descubrí que una puede sentir cosas a las que es incapaz de ponerles nombre.
A veces, cuando tenía un mal día, me bastaba que ella estuviese de buen humor para darle un giro a mi estado de ánimo, o viceversa.
Recuerdo aquella insólita conexión cuando Will aparca el coche delante de la pista de patinaje.
El cartel, que está descolorido, ha vivido épocas mejores.
—Creo que está cerrado —digo.
Él no contesta antes de bajar del coche, así que lo sigo con resignación.
—Will se pasa una mano por el pelo y mira alrededor, como si esperase que en cualquier momento apareciese alguien dispuesto a abrirnos—.
Cualquier cosa mejor que dejar entrever el alivio que me invade por no tener que ponerme los patines.
Todavía estoy intentando entender por qué mi hermana te eligió para hacer todo esto.
Una de las características de este color es el perfecto equilibrio que mantiene entre el rojo y el azul.
Bajo la primera capa de melancolía, Will tiene un poco de todo eso.
—No creo que sea el fin del mundo.
—Son… Son una serie de casillas… —Pues avancemos a la siguiente.
—Está bien, pero tendremos que dejarlo para otro momento.
¿Te apetece que busquemos un sitio para tomar algo?
Creo que nos iría bien a los dos.
¿Se admiran delante del espejo o también tienen complejos e inseguridades que el resto no percibimos?
8. ¿Con quién estás enfadado?
No las propiedades como tal, sino el hecho de pensar que, momentáneamente, su intimidad me pertenece.
Luego, el día se convierte en una sucesión de horas encadenadas entre sí que dan paso a una semana monótona que podría resumirse en la ausencia de mi padre, los silencios de mamá delante del televisor, alguna llamada esporádica del abuelo, una noche en que salgo con Tayler y su grupo de amigos a beber cervezas y poco más.
Vuelvo a leer la nota de Lucy para convencerme de que lo correcto es hacerle caso, pero, sinceramente, si la tuviese delante le diría cuatro cosas.
Porque en lugar de dejarme una carta emotiva o especial rememorando, por ejemplo, alguna anécdota de cuando éramos pequeñas, lo único que tengo en las manos es la prueba material de que el deseo de mi hermana es que siga asistiendo a las reuniones grupales.
Y me gustaría mucho decirle: «No, no pienso hacerlo, porque es una pérdida de tiempo», pero está muerta.
Así que no es una cuestión que pueda discutir con ella, tan solo aceptarla.
Lo único que añadió tras esa petición fue: «Recuerda cómo se llama el juego, Grace.
Imagina un mapa lleno de carreteras, aunque en este caso no hay una ruta correcta, todas conducen a un destino diferente.
Con el dolor ocurre lo mismo: no hay que rodearlo, sino atravesarlo».
—¿Lista para pasar una tarde divertida?
Visto vaqueros oscuros, Converse moradas y una sudadera gris parecida a la que él lleva.
—Sé que no nos conocemos demasiado, pero creo que es mi obligación decirte que el humor no es tu punto fuerte, Will Tucker.
Parece bastante tranquilo mientras conduce y de vez en cuando me mira de reojo al tomar una recta larga.
No hemos hablado en toda la semana, pero el ambiente dentro del coche es agradable, como si tras la última conversación en el centro comercial se hubiese creado una especie de camaradería entre nosotros.
—Del que te besó el otro día cuando te dejé en la puerta de casa como si intentase marcar su territorio —aclara.
Dice que esperará en la cafetería donde estuvo el otro día y asiento antes de salir del coche.
Todos esos ojos tristes se posan en mí y me pregunto si mi mirada también esconde una pena insondable como la que encuentro en ellos.
Es posible, porque siempre he pensado que mi aura es azul: desdichada, quebrada, solitaria y pálida como el cielo al amanecer cuando aún está brumoso, justo antes de que los colores del día cobren fuerza y vibren.
Una señora llamada Dona, que rondará los setenta años y tiene el pelo blanco recogido en una trenza, me pregunta si quiero café y le contesto que no, pero que gracias.
Luego insiste con la limonada y termino aceptando tan solo para no parecer una desagradecida antipática.
Esas pequeñeces en apariencia que despiertan recuerdos inmensos en los que es fácil precipitarse.
—Fue por culpa de la tostadora —dice Adrien, que lleva una gorra de béisbol encajada en la cabeza—.
En una ocasión, salimos a cenar a uno de esos restaurantes minimalistas que sirven porciones diminutas y acabamos bebiendo más vino de lo habitual.
Al llegar a casa de madrugada seguíamos hambrientos, así que Kate, mi mujer, decidió hacer unas tostadas con mantequilla de cacahuete y, cuando el pan saltó, se asustó tanto que se cayó al suelo.
Fue una noche fantástica, la verdad, como volver un poco a esa adolescencia que ya nos quedaba tan lejana.
Así que hace dos días, el martes, resulta que decido cenar un sándwich de queso, saco la tostadora y meto las rebanadas en las ranuras.
Adrien se inclina para coger un pañuelo de la caja que descansa en el centro de la mesa y el resto de los presentes aplauden tras su intervención.
Y así, uno tras otro, van abriéndose en canal.
Es un espectáculo grotesco y confortable, ambas cosas a la vez, por contradictorio que parezca.
Me asombra que sean capaces de contar cosas tan personales y de hablar con tanta franqueza sobre los seres queridos que han perdido, pero, en realidad, conforme pasan los minutos, comprendo que en ocasiones resulta más sencillo hacerlo delante de desconocidos que con tu propia familia.
¿No fue eso acaso lo que pensé cuando decidí ser sincera con Will y abrir la puerta que llevaba años cerrada y llena de telarañas?
10. Dejarse ver
Reina en su interior cierta decadencia que en lugar de resultar antiestética le da un toque singular, con la madera oscura y el titilar de las luces tenues reflejándose en las botellas de vidrio que llenan las estanterías que hay tras la barra.
Y justo ahí se encuentra Will, secando una copa con aire distraído.
El tipo de los tatuajes al que conocí semanas atrás está a su lado y es el primero en girarse hacia mí.
Resulta evidente que están a punto de cerrar porque las mesas están vacías y ellos ya casi han terminado de recoger.
—Me da que esto va para largo, así que cierra tú.
Recuerda apagar las luces —le comenta antes de fijar la vista en mí, que acabo de acomodarme en uno de los taburetes de madera que forman una fila irregular—.
Asiente con la cabeza, se pone una cazadora de cuero desgastada y sale del local.
O puede que, en realidad, lo imagine debido a mi estado.
Todo eso de que la bebida desinhibe es cierto.
Creo que, en algún instante, los sentimientos se me escaparon del corazón y se alojaron en el estómago.
Will seca un último vaso antes de mirarme.
—Es que estaba pensando…, estaba pensando mucho.
Verás, aquello que me pediste sobre escribir las cosas que me gustan es una tontería tan enorme como Neptuno.
Yo qué sé, ahora mismo no recuerdo cuál es el planeta más grande.
Es una estupidez así de grande.
—Si te interesa mi opinión, diría que le encuentro bastante sentido y encaja con el nombre del juego.
«El mapa de los anhelos» tiene que ver con aquello que deseas.
—La cuestión es, Will, que tu opinión me da un poco igual.
No te ofendas, es que nos conocemos poco.
Eres como mirar un cuadro de Cézanne, resultas atractivo a primera vista, pero si una no tiene una idea general sobre la historia del arte moderno no puede apreciar lo que está viendo de una manera significativa.
—Creo que me he perdido.
—Lo importante está en los detalles, como saber si te gusta el café fuerte y cuántas cucharadas de azúcar le echas, si crees en los fantasmas o qué estación del año te hace más feliz.
—Es que da vértigo dejarse ver.
En cierto sentido, a todos nos enseñan que lo más seguro es mantenernos escondidos dentro del caparazón.
¿Te imaginas que cada uno dijese lo primero que se le pasase por la cabeza?
Will sonríe y apoya un brazo en la barra, muy cerca del mío.
Intento contar los centímetros que nos separan: diría que hay unos trece.
Y otra cosa más: tengo la piel erizada, pero me digo que es a causa del frío que hace allí dentro.
—La chica de las cerillas mojadas.
—Pues de una chica que parecía que iba a incendiar el mundo hasta que se dio cuenta de que no tenía nada para encender fuego.
—Eso me recuerda que te pedí una copa al llegar.
Al ver que Will ignora mi petición, decido rodear la barra y coger una botella de licor de cerezas sin pedir permiso.
Sus ojos brillan como vidrio esmerilado, viste una camiseta oscura con el cuello ovalado y algunos mechones de cabello resbalan por esa frente que frunce demasiado.
—Volvamos al asunto del juego.
Podemos empezar por un par de cosas que sé que te gustan: desobedecer las reglas y divagar sobre todo y nada en particular.
—Tengo que darte la razón —digo.
¿Por qué no cierras los ojos, te relajas y dices lo primero que se te pase por la cabeza?
—Dame una buena razón.
—Por lo que te he dicho antes sobre poder apreciar una obra de arte en toda su magnitud.
Necesito verte para que tú me veas a mí.
Tiene cierto encanto que siempre parezca contenerse antes de dar su brazo a torcer.
Rodea la barra para salir, coge un taburete y se sienta a mi lado.
A diferencia de los míos, sus pies sí tocan el suelo y, aun así, me mira desde arriba.
Tiene una nariz orgullosa; muy recta, muy clásica.
En contraste, usa una colonia suave.
Seguro que tendrá un nombre tipo «agua de mar» o «aroma a glaciar».
Como he bebido más de lo debido, me permito preguntarme cómo sería hundir la nariz en su cuello y olerlo.
Él alza las cejas antes de deslizar la vista por el vestido ajustado que me puse para la fiesta.
Baja un poco más.
Hago lo que propuso instantes antes: cierro los ojos y respiro profundamente.
Me sobrevuela el recuerdo de una tarde de otoño, vestida con botas de agua y saltando en los charcos
11. Echar de menos y echar de más
En ocasiones, volver a los lugares donde hemos sido felices es lo único que se necesita para que los puntos de sutura permanezcan inmóviles sobre las heridas abiertas.
La casa del abuelo Henry es un pequeño oasis en medio de la ciudad.
Entre estas cuatro paredes puedo volver a ser la niña que se refugiaba aquí durante la ausencia de sus padres y soñaba con deslizarse por el hielo.
Entonces era fácil llenar los vacíos con una muñeca nueva o una golosina, pero conforme los años van quedando atrás los descosidos se vuelven irreparables y la única forma de vencerlos es aprender a vivir con ellos.
«Aquí estoy —me digo—, un día más, un día menos.
¿Será consciente el resto de la gente de que cada número que tachan del calendario es una oportunidad más de morir o de vivir?
¿Y tiene algún sentido que, a pesar de tenerlo presente, los días se me amontonen unos detrás de otros como si alguien hubiese empujado las fichas de un dominó?».
Cuando abro los ojos por segunda vez, ya son las once de la mañana.
El familiar olor del detergente que usa el abuelo aún está impregnado en las sábanas de la habitación que años atrás preparó para mí y que ya rara vez uso.
Echo de menos al abuelo.
Echo de menos a papá.
Echo de menos a mamá.
Echo de menos a Olivia.
Echo de menos a Lucy.
Creo que, en esencia, la vida consiste en aprender a echar de menos y a echar de más.
Puedo imaginar mi existencia como un tren con desolados vagones vacíos y otros llenos de gente que en realidad no me importa.
Todo el mundo habla de los beneficios de estar solo, pero ¿qué tendrá que ver la soledad elegida con la soledad resignada?
Al entrar en el garaje que el abuelo transformó en su taller, tengo la sensación de estar dentro de un pequeño espacio inalterable en el tiempo.
De pequeña pensaba que aquel era un sitio tan mágico como la fábrica de juguetes de Santa Claus y me encantaba ver al abuelo trabajar e inventarme historias con los juguetes de madera que tallaba.
Un rato más tarde, me visto con unos pantalones viejos y una sudadera antes de ir a casa de la señora Anne Rogers para pasear al perro.
—Lo cancelé a última hora, aunque me viene bien que te encargues de Mr.
Flu porque tengo mucho trabajo, así que estaré en el despacho de arriba.
En la impoluta cocina blanca, acepto el vaso que Anne desliza por la superficie de mármol.
No creo que tengamos nada en común, pero atino a romper el hielo diciendo: —Bonitas lámparas.
Hace años que no hablamos como es debido.
Empezamos juntas, pero Rosie siempre fue un paso por delante; la jefa la adoraba y los demás intentábamos imitarla.
Después ocurrió aquella desgracia, dejó el trabajo y las conversaciones se fueron espaciando cada vez más.
Ahora tan solo nos saludamos desde lejos si nos cruzamos por el vecindario, aunque hace tiempo que no la veo.
—Antes de que te vayas: ¿te interesa ocuparte de más mascotas?
—Tengo un par de amigas que estarían dispuestas a dejarte a cargo de sus perros.
Les pasaré tu teléfono para que puedan llamarte.
El paseo me sienta bien, así que lo alargo más tiempo del que cubre mi salario y, cuando llegamos a una zona apartada en la que hay un banco, me siento allí junto al perro y observo el ir y venir de la gente mientras le lanzo un palo.
No sé por qué, me viene a la mente el recuerdo de una profesora del instituto que, en una ocasión, me dijo algo tan típico como «es una pena que desperdicies el talento que tienes, Grace».
Visto desde la perspectiva que dan los años, quizá se refería a mi don natural para pasear a chuchos.
Puede que ahora que la señora Rogers les ha hablado a sus amigas de mí termine por montar un imperio de servicios para mascotas.
Qué cosa más ridícula que esa mujer llegase a pensar que había algo excepcional en mí.
Esa misma tarde, vacilo delante de la puerta del comedor al ver que mi madre tiene la vista fija en el televisor mientras come algo enlatado.
Dudo que a estas horas la oficina esté abierta, aunque no lo comento.
El matrimonio de mis padres parece haber naufragado hace tiempo y apenas quedan restos de lo que algún día fue, pero es un terreno tan pantanoso que nadie en su sano juicio se atrevería a cruzarlo.
—Hablando de trabajo, he empezado a pasear al perro de una señora.
Dice que te conoce porque hace años coincidisteis en el negocio inmobiliario.
Quiero preguntarle qué ocurrió, por qué dejó de relacionarse con ella y si tiene un concepto de la amistad tan defectuoso como el mío, pero el brillo de la pantalla en sus ojos me paraliza.
Así que me alejo porque es lo más seguro.
12. La aleatoriedad de la vida y la muerte
En ocasiones, volver a los lugares donde hemos sido felices es lo único que se necesita para que los puntos de sutura permanezcan inmóviles sobre las heridas abiertas.
La casa del abuelo Henry es un pequeño oasis en medio de la ciudad.
Entre estas cuatro paredes puedo volver a ser la niña que se refugiaba aquí durante la ausencia de sus padres y soñaba con deslizarse por el hielo.
Entonces era fácil llenar los vacíos con una muñeca nueva o una golosina, pero conforme los años van quedando atrás los descosidos se vuelven irreparables y la única forma de vencerlos es aprender a vivir con ellos.
«Aquí estoy —me digo—, un día más, un día menos.
¿Será consciente el resto de la gente de que cada número que tachan del calendario es una oportunidad más de morir o de vivir?
¿Y tiene algún sentido que, a pesar de tenerlo presente, los días se me amontonen unos detrás de otros como si alguien hubiese empujado las fichas de un dominó?».
Cuando abro los ojos por segunda vez, ya son las once de la mañana.
El familiar olor del detergente que usa el abuelo aún está impregnado en las sábanas de la habitación que años atrás preparó para mí y que ya rara vez uso.
Echo de menos al abuelo.
Echo de menos a papá.
Echo de menos a mamá.
Echo de menos a Olivia.
Echo de menos a Lucy.
Creo que, en esencia, la vida consiste en aprender a echar de menos y a echar de más.
Puedo imaginar mi existencia como un tren con desolados vagones vacíos y otros llenos de gente que en realidad no me importa.
Todo el mundo habla de los beneficios de estar solo, pero ¿qué tendrá que ver la soledad elegida con la soledad resignada?
Al entrar en el garaje que el abuelo transformó en su taller, tengo la sensación de estar dentro de un pequeño espacio inalterable en el tiempo.
De pequeña pensaba que aquel era un sitio tan mágico como la fábrica de juguetes de Santa Claus y me encantaba ver al abuelo trabajar e inventarme historias con los juguetes de madera que tallaba.
Un rato más tarde, me visto con unos pantalones viejos y una sudadera antes de ir a casa de la señora Anne Rogers para pasear al perro.
—Lo cancelé a última hora, aunque me viene bien que te encargues de Mr.
Flu porque tengo mucho trabajo, así que estaré en el despacho de arriba.
En la impoluta cocina blanca, acepto el vaso que Anne desliza por la superficie de mármol.
No creo que tengamos nada en común, pero atino a romper el hielo diciendo: —Bonitas lámparas.
Hace años que no hablamos como es debido.
Empezamos juntas, pero Rosie siempre fue un paso por delante; la jefa la adoraba y los demás intentábamos imitarla.
Después ocurrió aquella desgracia, dejó el trabajo y las conversaciones se fueron espaciando cada vez más.
Ahora tan solo nos saludamos desde lejos si nos cruzamos por el vecindario, aunque hace tiempo que no la veo.
—Antes de que te vayas: ¿te interesa ocuparte de más mascotas?
—Tengo un par de amigas que estarían dispuestas a dejarte a cargo de sus perros.
Les pasaré tu teléfono para que puedan llamarte.
El paseo me sienta bien, así que lo alargo más tiempo del que cubre mi salario y, cuando llegamos a una zona apartada en la que hay un banco, me siento allí junto al perro y observo el ir y venir de la gente mientras le lanzo un palo.
No sé por qué, me viene a la mente el recuerdo de una profesora del instituto que, en una ocasión, me dijo algo tan típico como «es una pena que desperdicies el talento que tienes, Grace».
Visto desde la perspectiva que dan los años, quizá se refería a mi don natural para pasear a chuchos.
Puede que ahora que la señora Rogers les ha hablado a sus amigas de mí termine por montar un imperio de servicios para mascotas.
Qué cosa más ridícula que esa mujer llegase a pensar que había algo excepcional en mí.
Esa misma tarde, vacilo delante de la puerta del comedor al ver que mi madre tiene la vista fija en el televisor mientras come algo enlatado.
Dudo que a estas horas la oficina esté abierta, aunque no lo comento.
El matrimonio de mis padres parece haber naufragado hace tiempo y apenas quedan restos de lo que algún día fue, pero es un terreno tan pantanoso que nadie en su sano juicio se atrevería a cruzarlo.
—Hablando de trabajo, he empezado a pasear al perro de una señora.
Dice que te conoce porque hace años coincidisteis en el negocio inmobiliario.
Quiero preguntarle qué ocurrió, por qué dejó de relacionarse con ella y si tiene un concepto de la amistad tan defectuoso como el mío, pero el brillo de la pantalla en sus ojos me paraliza.
Así que me alejo porque es lo más seguro.

13. La historia de Grace y Tayler
Tayler y yo siempre hemos vivido en la misma ciudad, pero no fue hasta hace dos años cuando empezamos a orbitar el uno alrededor del otro.
Él tenía la edad de mi hermana, así que cuando entré en secundaria Tayler ya era toda una leyenda, pese a que no se dejaba ver mucho por el instituto porque se saltaba casi todas las clases.
En alguna ocasión Lucy me habló de él, y creo recordar que no tenía una opinión tan positiva como el resto de las chicas de su clase, pero luego su nombre cayó en el olvido.
Era una tarde húmeda y calurosa, rondando los treinta grados.
Estábamos sentadas en el porche trasero de la casa de los padres de Olivia cuando a ella le llegó un mensaje de Sheila, la chica con la que trabajaba en el supermercado.
—Dice que hay una fiesta en casa de los Brown.
—pregunté de inmediato.
Olivia cogió las llaves del coche que compartía con su madre y condujo hacia el barrio más exclusivo de Ink Lake.
Ese día ella vestía una falda estilo tutú de color verde agua, deportivas negras con plataforma y una camiseta sencilla tras la que se intuía el biquini.
Probablemente, su afición por diseñar su propia ropa fue el detonante para que nos hiciésemos amigas.
A las dos nos habían considerado «las raras» del curso desde pequeñas; en su caso, porque su aspecto resultaba estrafalario y, en el mío, porque, como un día me dijo una compañera de clase, «piensas cosas muy extrañas».
Así que, en el patio, durante la hora del almuerzo, nos juntábamos para no estar solas.
Yo pasaba algunas tardes jugando en su casa cuando mis padres estaban fuera y el abuelo tenía que trabajar.
Olivia venía a merendar durante las épocas en las que Lucy estaba bien y el mundo volvía a ser un lugar alegre y luminoso para todos.
Durante los dos últimos años de instituto, Olivia se esforzó con la esperanza de sacar una media aceptable.
Era de las que soñaban con marcharse lejos y ampliar horizontes.
Mandó casi una docena de solicitudes a diferentes escuelas de diseño, pero tan solo recibió cartas de rechazo en respuesta, así que tuvo que conformarse con quedarse en Ink Lake y trabajar en el supermercado.
Paró delante de una casa enorme.
Ya desde la puerta se escuchaba música y risas que parecían enlatadas.
Una chica con un piercing en la nariz a la que no conocíamos salió a abrirnos y supuse que sería la hija de los Brown.
—Está bien, pasad —aceptó como si le diese igual quién apareciese en su fiesta y por qué—.
Le dimos las gracias antes de perderla de vista.
Sheila estaba tumbada en una de las hamacas y bebía por una pajita un líquido rojo.
Alzó una mano al vernos y nos acercamos.
Nos presentó a sus amigas, todas veinteañeras que habían vuelto a la ciudad para pasar allí las vacaciones de verano.
El jardín era grande, pero no lo parecía con casi treinta personas allí.
Un grito agudo llamó mi atención y me fijé en el chico que llevaba a una joven cargada al hombro y estaba a punto de lanzarse a la piscina.
—pregunté.
Créeme, todas hemos caído en la tentación alguna vez con él, pero es un caso perdido.
Ella no podía saber que, lejos de decepcionarme, aquello era música para mis oídos.
Sentirme atraída por las cosas rotas es un defecto que siempre he tenido.
Quizá sea porque en el fondo deseo que algún día alguien encuentre entre mis pedazos desperdigados algo digno de rescatar.
Acepté una bebida que me ofrecieron y permanecí junto al grupo de chicas durante la siguiente media hora, escuchando una conversación sobre quién sabe qué, porque cuando algo no me interesa suelo dejar de prestar atención.
En realidad, mis ojos estaban fijos en la casa.
Tenía parterres con flores, una enredadera trepando por uno de los pilares y ventanales altísimos tras los que se intuía un salón confortable.
Siempre he sentido fascinación por los hogares, no solo por el aroma singular de cada casa, sino por la dinámica familiar.
En aquel lugar, podía imaginar a los miembros de la familia reunidos alrededor de la mesa, con el televisor apagado para evitar el ruido de fondo, manteniendo conversaciones interesantes sobre sus quehaceres diarios.
Estúpidamente, tiendo a asociar el nivel adquisitivo con una estampa ideal, aunque sepa que, en realidad, no tiene nada que ver.
—Creo que dentro —dijo Sheila distraída.
Al entrar, hice un buen repaso de lo que veía, fijándome en los detalles, como el paragüero vacío o las fotografías enmarcadas.
Solo echaría un vistazo rápido a las habitaciones.
Sabía que estaba mal, pero… —¿Qué estás haciendo aquí?
La expresión de Tayler cambió y se tornó más cauta, como si hubiese decidido que tenía que medir bien sus siguientes palabras, aunque no fueron demasiado brillantes: —No has contestado a la pregunta.
—Oye, espera, espera… Di media vuelta dispuesta a volver al jardín, pero él se interpuso en mi camino antes de que alcanzase las escaleras.
Supongo que la única razón fue que no estaba acostumbrado a que una chica no pareciese interesada en él.
No hay nada que demuestre más simpleza que desear algo tan solo porque no puedes tenerlo.
14. Truenos en la cabeza
Me dejo arrastrar por la apatía durante las siguientes dos semanas.
Lo único interesante que he hecho desde la última vez que vi a Will ha sido pasear a dos perros nuevos y buscar una autoescuela, porque debo de ser la única aspirante a conductora que no cuenta con ningún adulto que pueda acompañarla.
Mañana me presento al examen.
Supongo que por eso estoy inquieta.
Por eso y porque la última carta que recibí de Lucy me colocó entre la espada y la pared.
Aún no sé qué esperaba conseguir mi hermana con «El mapa de los anhelos», pero la ruta recorrida está siendo agridulce.
En la nota tan solo ponía: Dona toda mi ropa, por favor.
Y suerte con el examen de conducir.
Es posible que esté un poco, solo un poquitín, enfadada con Lucy.
No entiendo que, de todas las cosas que podría decirme, eligiese algo tan vacío.
La echo tan profundamente de menos que me duele no encontrar consuelo en sus cartas.
He estado más sola de lo habitual estos días.
Sin mis padres.
Podría haber sido alguien distinto, de esas chicas que tienen un grupo numeroso de amigas o de las que buscan pareja estable al cumplir los dieciséis.
La mayoría de las postales son instantáneas de fotógrafos famosos o láminas de algunas de las obras de arte más reconocidas.
Las cuelgo al lado de las palabras que colecciono porque me despiertan algo.
Esa es la razón por la que siempre me he sentido atraída por ello.
Pero ahora me siento tan entumecida que ni eso me alivia.
Mi padre está en la cocina hablando por teléfono, pero cuelga en cuanto aparezco.
Tiene en la mano una manzana mordida y me hace gracia que sea el símbolo del pecado.
—¿Qué tal el día?
—Me siento a la mesa redonda que hay en una esquina—.
Por ejemplo, me podría haber tocado la lotería, sí, pero también podría haber terminado con todas las costillas rotas tras un atropello.
«Sí, aquí, un día más, siguiendo las instrucciones de un juego que tu hija muerta decidió crear a modo de broma póstuma.
—Mañana me presento al examen.
—¿Qué examen?
Tira el corazón de la manzana a la basura y me pregunto si algún día hará exactamente eso con el de mamá.
Ni siquiera sé por qué se lo pido puesto que no la necesito.
Lo que quiero es… un pedazo de él, quizá.
Solo un pedazo más antes de que el hombre que creía conocer desaparezca del todo.
Ya no queda apenas nada más allá del envoltorio; los pómulos altos, la intensa mirada que ha perdido brillo, el cabello abundante ahora salpicado de canas y esa forma de moverse un poco felina que siempre asocio a las auras rojizas.
El coche de papá está aparcado delante del garaje.
Me entran ganas de dar un acelerón brusco, pero logro contenerme cuando el pie me tiembla sobre el pedal.
Después, conduzco por las calles de Ink Lake mientras la noche cae sobre nosotros.
—Lo haces muy bien —comenta papá.
Llevamos un buen rato dando vueltas cuando pasamos por delante de mi hamburguesería preferida y le pregunto si le apetece que cenemos juntos.
Nos sentamos en una mesa pequeña y Mia viene a tomarnos nota.
—Pues no estoy seguro… —Lee la carta, pero al final se pone nervioso cuando Mia cambia el peso del cuerpo de una pierna a otra—.
Hay un señor mayor cenando en otra mesa y una pareja acaramelada un poco más allá.
Resulta que existe una disociación entre los recuerdos y la realidad, lo leí en alguna parte, así que ahora ya no estoy segura de si el hombre que me llevaba a hombros, aflojaba los castigos cuando mamá era demasiado dura o me llamaba saltamontes sigue existiendo en alguna parte.
Quizá lo hizo alguna vez, existió, en pasado, pero luego desapareció.
Las cosas inmateriales que se esfuman son truenos en mi cabeza.
En ocasiones las imagino flotando a la deriva: una amistad perdida, los cambios que nos obligan a dejar atrás parte de lo que fuimos, el tiempo que corre sin cesar, el amor sentido hacia una hermana o la tristeza cuando alguien abandona las tinieblas.
Pero no hay forma de cuantificar las cosas verdaderamente importantes más allá de usando un vago «mucho», «moderado» o «poco».
Tampoco podemos poseerlas; nos conformamos con un reloj porque no podemos meter el tiempo en un cajón de la mesilla de noche; con guardar unas viejas cartas porque no hay forma de coger el amor y dejarlo protegido en un bote de cristal.
La admiración que sentía por mi padre se esfumó en algún momento y no puedo volver a vivir esa emoción como si quisiese reproducir un disco de música que me encantaba a los catorce porque, a diferencia de los libros, los cuadros o todo lo material, los sentimientos son lo opuesto a lo inalterable.
15. Aprender a perder el equilibrio
Es casi imposible predecir esos momentos decisivos que marcan un antes y un después, y también ser consciente de
que estás viviendo uno de ellos justo cuando ocurre. Peroaquella tarde de octubre, a la tierna edad de trece años, lo
supe.Me puse los patines y entré en la solitaria pista. En lasúltimas semanas, se había convertido en una obsesión ver
vídeos en los que una patinadora hacía piruetas imposibles rotando sin cesar. Y me había propuesto imitarla, aunque
sabía que aún estaba muy lejos de conseguirlo a corto plazo.
Me deslicé por la pista para dirigirme hacia el centro. Después, intenté girar sobre mí misma y me caí al suelo.
Miré a mi alrededor: no había nadie cerca, tan solo la chica de la taquilla, que leía una revista con aire distraído y
mascaba chicle. Volví a levantarme para emular una vez más el movimiento, con el mismo resultado desastroso. Y
así una y otra y otra vez. Tenía las rodillas doloridas por culpa de los golpes contra el hielo. Pero la testarudez
ganaba la batalla. Me incorporé, cogí impulso para apoyarme en la parte anterior de la cuchilla del patín, detrás
de la serreta, y después caí al suelo de nuevo.
No sé cuánto tiempo estuve intentándolo, pero al abandonar la pista de hielo me temblaban las piernas y
sentía los músculos entumecidos. El resultado no había sido mucho mejor al terminar la sesión, así que podría haberlo considerado un fiasco, pero, cuando salí y me sacudió el viento de otoño, tuve esa revelación que marcaría un antes y un después en mi vida, porque comprendí que el éxito está formado de pequeños y múltiples fracasos. Y cuando perder el equilibrio y caerte deja de darte miedo, todo cambia.
16. ¿Alguna vez te has sentido así?
Debería estar celebrando que he aprobado el examen para obtener el carné de conducir, pero, en cambio, estoy parada en mitad de mi habitación respirando profundamente una y otra vez.
Fue la frase que dijo papá durante la conversación que tuvimos en la hamburguesería y no dejo de pensar en ella desde entonces.
Y en qué ocurre si en algún momento una de las lentes se rompe o el mar se rebela con especial virulencia.
¿Es ese el instante preciso en el que uno debe abandonar el faro antes de que las paredes se derrumben, los cimientos cedan y el océano lo engulla todo?
Cuando no puedo soportarlo más, bajo las escaleras e interrumpo la escena.
La mirada desesperada de mi madre es tan intensa que, por un instante, me alegro, porque al menos eso significa que todavía es capaz de sentir algo.
Aún quedan restos de la mujer que fue.
¿Le has contado a Grace que quieres deshacerte de toda la ropa de Lucy?
Mi padre se mantiene sereno junto a la estantería de madera del salón, pero sé que está nervioso por cómo encoge los dedos de la mano derecha.
—¿Y no le dijiste que era una idea estúpida?
En realidad… —En realidad se ha ofrecido voluntaria para echarme una mano.
Ella nos mira a los dos con los ojos vidriosos.
—¿Por qué estáis haciendo esto?
—A papá se le quiebra la voz, pero ella está tan centrada en su propio dolor que ni siquiera lo percibe—.
Y debemos seguir adelante, debemos volver a… —No digas ni una sola palabra más, Jacob.
Ni siquiera me mira antes de salir del comedor.
Cuando papá y yo nos quedamos a solas, dejo escapar el aire contenido y siento que me desinflo.
—¿Lo del juego de Lucy?
La puerta ha permanecido cerrada todos los días durante estos casi seis meses y los otros tantos que pasó en el hospital antes de morir.
Nos recibe una cama con una colcha rosa con diminutas florecitas amarillas, muñecas y peluches sobre las baldas que parecen aguardar con tristeza el regreso de su dueña, un escritorio pulcro y ordenado, con un bote lleno de bolígrafos de colores, como si Lucy fuese a usarlos alguna vez más y, apiladas, varias de esas novelas románticas que tanto le gustaba leer.
—No sé por dónde empezar.
Es lo que dijo, ¿no?
Que donases la ropa.
— Papá se dirige decidido hasta el mueble de dos puertas, toma aire y las abre de par en par.
Las cajas que hemos traído del trastero se van llenando con la ropa de Lucy.
Es una sensación indescriptible la de coger cada vestido, sacarlo de su percha como quien despoja a alguien de su hogar, doblarlo y decirle adiós.
Lucy comiéndose un helado que goteó hasta dejar un reguero de fresa sobre una sudadera azulada.
Lucy dando vueltas con una falda de vuelo plisada.
Lucy saltando los charcos conmigo con sus botas de agua.
Lucy y lo mucho que le gustaban los zapatos estrafalarios y llamativos.
Lucy, Lucy, Lucy… —¿Tú crees que está bien lo que hacemos?
Pero como ninguno de nosotros parece tener las respuestas adecuadas… cumpliremos los deseos de Lucy.
Y acto seguido mete en una bolsa una chaqueta de lana rojiza con distintas tonalidades: un tono vino en las mangas que se va aclarando hasta alcanzar el rosado en la zona del ombligo.
Tanto como lo era la voz de Lucy cuando me metía en su cama y nos quedábamos hablando en susurros hasta bien entrada la madrugada.
Me levanto con la chaqueta en las manos y me alejo hasta la ventana desde donde se ve la calle en la que hemos crecido.
De vez en cuando me giro y contemplo a papá guardando con mimo cada una de las prendas: las coge con mucha delicadeza, revisa las costuras, aplana algunas arrugas con los dedos, las dobla como si fuesen a formar parte de un desfile de moda.
Está tan absorto en ello que no parece ser consciente de que sigo allí hasta que se levanta para buscar precinto en los cajones del escritorio.
Lucy era ordenada hasta el extremo; «metódica, precisa e inteligente como para crear un juego».
Y aunque mis cajones contienen un batiburrillo de cosas y es imposible encontrar nada en ellos, conozco perfectamente el contenido de los suyos: en el primero están las libretas, en el segundo aquello relacionado con el dibujo, en el tercero los materiales adicionales como pegamento, celo, tijeras, clips o chinchetas.
Cuando mi padre termina de cerrar las cajas, lanza un suspiro y mira a su alrededor como si se preguntase de dónde sacará el valor si en algún momento debe retirar todo lo demás, porque cada pequeño objeto que ella decidió poseer parece contener pedacitos del alma de Lucy.
—Dejaremos aquí las cajas.
Vamos a darle un tiempo de margen a tu madre para que lo asimile, ¿te parece bien?
Por esto.
—No me las des.
17. Mientras no elijas, todo sigue siendo posible
Will arranca el coche y atravesamos la noche en silencio.
—¿Quieres que te lleve a casa?
—No, por favor.
Creo que aún estoy borracha —digo, a pesar de que sé que mis padres no están despiertos a estas horas y, aunque lo estuviesen, tampoco se darían cuenta de nada.
—No hay gran cosa que hacer por aquí… —Tienes una caravana, ¿no?
Aparta la vista de la carretera un segundo y nos miramos en silencio.
Luego, comprendo que ha decidido que es una buena idea cuando cambia de dirección.
El parque de caravanas está en un extremo de la ciudad donde los pequeños hogares improvisados se apiñan sin mucho orden ni concierto.
—Es aquí —dice cuando llegamos hasta una caravana pequeña y blanca con una franja gris en medio.
El espacio es minúsculo, pero tiene un banco tapizado que hace de sofá, un hornillo portátil, una puerta que deduzco que dará al baño y una cama plegable que en estos momentos está abierta.
Hasta en los rincones más insospechados hay libros apilados.
—Ya entiendo por qué usas el coche como almacén.
—Siempre dando en el clavo —bromea, y pasa por mi lado para abrir una maleta que descansa a un lado y coger una camiseta de manga corta del interior.
Los omoplatos se alzan un instante antes de que la tela los cubra y debo admitir que es una pena.
Recuerdo lo que pensé la primera vez que lo vi, aquella apreciación sobre que tenía pinta de ser el típico jugador estrella de un equipo universitario de fútbol americano, con los hombros anchos en contraste con la cintura más estrecha.
Sigue evocándome las mismas sensaciones, solo que ahora se entremezclan con todo lo que sé sobre él, las piezas que voy coleccionando.
—No tengo mucho que ofrecerte.
—No, gracias.
A riesgo de apartar las columnas de libros que hay sobre el banco y terminar sepultada bajo ellos, me decido por la cama.
Está deshecha, con la sábana blanca a un lado, y casi puedo imaginarlo tumbado aquí justo antes de recibir mis mensajes.
No sé por qué, pero la idea me hace tragar saliva con fuerza.
Si fuese capaz de sonrojarme por algo, probablemente este sería el momento en el que ocurriría.
—Creo que no te he dado las gracias —digo.
—Ni tampoco es necesario que lo hagas.
¿Por qué te decidiste a vivir en una caravana?
Saca dos vasos de cristal y los llena hasta arriba.
Me ofrece uno con cuidado y luego se sienta a mi lado y el colchón de la cama se hunde un poco.
Y sé que él también lo percibe porque se esfuerza por mantener las distancias, como si temiese lo que podría ocurrir en caso de que nos rozáramos dentro de esta lata de sardinas.
—Supongo que sería interesante.
Es horrible pensar en todas las posibilidades que dejamos por el camino.
—Pues piensa solo en las que escoges.
—Hay una frase de la película Las vidas posibles de Mr.
Nobody que dice así: «Mientras no elijas, todo sigue siendo posible» —recito.
Will da un sorbo a su vaso sin apartar los ojos de mí.
—¿Y hasta cuándo?
Me pregunto qué ve.
O qué no ve.
—¿Te has planteado que no elegir también es una decisión en sí misma?
Y comprendo entonces que no solo me hace esta pregunta a mí, sino también a sí mismo.
Creo que los dos nos encontramos en el mismo punto de inflexión, justo en medio de la escalera, sin saber qué dirección tomar.
—No puedo darte la respuesta a eso.
Después de lo duro que ha sido el día de hoy tras la discusión de mis padres, la recogida de la ropa de Lucy y la noche en la dichosa fiesta a la que no debería haber ido, estar en la caravana con Will es reparador.
No quiero que se acabe, así que me recuesto un poco sobre la almohada.
Huele a él.
Huele a cascadas y frío y violetas.
Lo miro mientras se termina la infusión, se pone en pie y enjuaga el vaso antes de secarlo con delicadeza.
Me hace gracia pensar en nuestros opuestos; en el caos y el orden, la reflexión y la impulsividad.
—Te lo diré si tú me explicas lo que ha ocurrido en la fiesta.
—Digamos que… tenemos alguna cuenta pendiente por ahí.
Fue por una buena causa, es difícil de explicar.
Y luego empezó a decir que era una calientapollas.
Recuerdo que ya se vieron cuando me dejó en la puerta de mi casa semanas atrás y Tayler estaba esperándome.
Noto la suavidad de las sábanas en la mejilla y sé que ha debido de cambiarlas hace poco porque, mezclado con el olor de Will, distingo pequeñas notas florales del detergente.
—¿Y qué quieres decir con eso?
—Tu «nada» sí que es ambiguo.
Así que, en resumidas cuentas, a veces estás con Tayler y en otras ocasiones con Sebastien, ¿voy por el camino correcto?
Te he dicho que tonteé con Sebastien por una buena causa, no porque me gustase.
Solo intentaba… ayudar a una amiga.
concluciones
En definitiva, El mapa de los anhelos es una novela que te hará vivir una aventura inolvidable junto a Grace y Will, dos personajes que te conquistarán con su historia de amor. Es una novela que te hará reflexionar sobre quién eres y qué quieres en la vida. Es una novela que te hará soñar y explorar el mundo con otros ojos. Es una novela que te hará sentir y vibrar con cada página. No te lo pienses más y hazte con tu ejemplar de El mapa de los anhelos, la novela que te hará viajar al corazón.
El mapa de los anhelos’ de Alice Kellen es más que una simple historia de amor y superación. Es un viaje que lleva al lector a través de las complejidades del duelo, el autoconocimiento y la transformación personal. La novela se destaca por su narrativa emotiva y profunda, ofreciendo una experiencia de lectura que es tanto conmovedora como inspiradora.
A través de los ojos de Grace, los lectores exploran temas universales que resuenan más allá de las páginas del libro. La habilidad de Kellen para crear personajes auténticos y una trama que se mueve con gracia entre la esperanza y el dolor, hace que ‘El mapa de los anhelos’ sea una obra memorable y significativa.
Esta novela no solo entretiene, sino que también invita a la reflexión, alentando a los lectores a considerar su propia vida y las formas en que el amor y la pérdida moldean nuestras historias personales. El libro ‘El mapa de los anhelos’ es, sin duda, un testimonio del poder de la literatura para tocar el corazón y el alma.
El mapa de los anhelos’ se ha convertido en una referencia dentro del género, ofreciendo una visión distintiva del amor y la superación personal. La novela ha abierto el camino para discusiones más amplias sobre temas importantes como el amor fraternal y el crecimiento personal a través del arte.
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